A menudo nos pasa a los padres que tenemos hijos en
crecimiento que se nos rebelan de manera tal que nos transforman en sus
enemigos. Y son esos momentos en que nuestra casa deja de ser un hogar para
transformarse en la casa de Gran Hermano, donde la lucha día a día es la
supervivencia dentro de la misma. Entonces comenzamos a cuestionar nuestras
actitudes y, a veces, a ceder en pos de la paz y el bienestar familiar. Pero
cuanto más cedemos, mayores son las demandas y comenzamos a perder espacio, nuestro
espacio.
Hasta que nuestra casa se convierte en una Casa
Tomada y lejos de que nuestro sacrificio contribuyera a la paz y
armonía hogareña, comenzamos a sentirnos extraños e incómodos en nuestra propia
morada. ¿Les resulta conocido?
Y todo esto gira en torno a los límites y a la instauración
de la palabra como mediadora de conflictos.
A mí me pasó con mis padres, me rebelaba ante cada cosa que
me decían, me sentía una víctima de sus “caprichos”, sentía cercenada mi
libertad; hasta que fui madre y comencé a probar un trago de mi propia
medicina. Hice muchos intentos, demasiados quizás, para conciliar tantos puntos
de vista opuestos a los míos. Fue una lucha titánica que me dejó durante un
buen tiempo sin energía y con muchas frustraciones ya que cuando cada uno se
cierra en su postura es imposible llegar a acuerdos.
Y al hacer un análisis introspectivo me di cuenta que tenía
que actuar desde los límites. Éste es mi espacio construído con muchas horas de
trabajo, desvelo y renuncias para que podamos convivir armónicamente todos los
que nos amamos, si hay alguien que no tolera las normas del jefe o jefa del
hogar (léase del sostén económico del mismo), tiene absoluta libertad y derecho
de buscar su propio espacio. Eso sí, todo tiene un precio y yo ya pagué por el
mío, ahora cada quién debe hacer lo propio para conseguirlo y sostenerlo.
Hijos míos, los amo muchísimo, pero también me amo. Y si yo no me
cuido…¿quién lo hará?
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